La hallaca
es la reina de la mesa navideña venezolana, más allá de ser una comida, es un símbolo del gentilicio arraigado en la
memoria colectiva del pueblo que se identifica en su aroma y sabor, es la raíz
común que penetra el mundo afectivo de la familia reunida para su elaboración,
es la excusa para el reencuentro, para la unión familiar. Es, en sí, un evento
simbólico y social en el que los nuevos miembros de la familia pueden llegar a conocer
la escala de valores de los recién adquiridos parientes, sus preferencias y aversiones, sus
marcas del pasado, las expectativas a futuro y hasta el propio nivel de
aceptación como pariente, al ser invitado o no,
a la práctica comunitaria que
representa su elaboración y la
consecuente develación de rituales familiares propios de la intimidad del hogar.
La hallaca no sólo cuenta la historia nacional,
sino que transparenta los matices de la conformación regional y los distintivos
de la estirpe familiar. De generación en generación y a través de la oralidad, el secreto del suculento guiso con sus adornos, guardado en el interior de su piel tersa y
firme, espléndidamente perfumada por las
hojas del platanero, va pasando la
pasión que impregna los aires navideños en el
humilde lar del campesino y la desafiante urbe capital.
Son muchos
los ingredientes y procedimientos implícitos en su elaboración, es evidente su
complejidad técnica y nutricional, y
notorio su protagonismo socio-cultural, pues en torno a ella se
tejen infinidad de mitos y leyendas, se crean y recrean historias, surgen
canciones, poemas y cuentos infantiles, se aventuran chistes y desde sus multisápidas notas al paladar, florecen metáforas
que la ennoblecen en la idiosincrasia nacional.
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